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viernes, julio 26, 2024

Recuperar la verdadera libertad

Selección del Editor

Miguel Cabrera


En el fragmento que sucede a esta breve nota, perteneciente al libro La Afición de Grecia, Alfonso Reyes problematiza —en el marco de una crítica al irracionalismo occidental— a la Grecia postclásica exponiéndola en su franca decadencia política, acontecimiento relevante por cuanto la democracia y su fuerte impulso a la soberanía del individuo cede poco a poco a lo que Reyes denuncia como “la adulación de las masas a los reyes y dictadores”.

Habría que distinguir, respecto a ello, que un sistema democrático como el ateniense en su momento de mayor auge, y que se extiende hasta la época helénica referida por el autor mexicano, no se llegó a componer de la suma de individuos sino de un sujeto colectivo, lo que equivale a decir que el todo es mucho más que la suma de sus partes. Ese cariz espiritual es de orden psico-metafísico y no corresponde fatigarlo en esta nota, aunque ha sido muy bien expuesto por Leopoldo Zea. La libertad (que no las libertades), por otra parte, crece fecundamente del limo del llamado poder constituyente, cristalizado como sólo puede ser en las instituciones gubernamentales garantes de la seguridad pública, que es la primera y más fundamental obligación estatal, aunque también lo es de manera legítima todo tipo de autodeterminación (como en el caso de las comunidades indígenas) que aspire a un cogobierno. La verdadera libertad, entonces, tiene como requisito no la motivación personal sino la seguridad colectiva, la seguridad de poder desarrolar con tranquilidad un modo de vida, la tranquilidad que sólo proporciona la paz. En la carencia de ese argumento estructural fallaron todos los teóricos del liberalismo clásico.

Admito junto con Reyes, no obstante, que gran parte del racionalismo occidental se ha perdido como una gota que se diluye en el mar del belicismo a ultranza, y que tanto en su época como la nuestra los tambores de guerra seducen a las nuevas generaciones. Tendríamos que postular, al menos en concepto, la revitalización del orden democrático racional y pacificador respecto a la amenaza común de la extinción del género humano.

Desde nuestra palestra mexicana, por ejemplo, no carecemos de los medios civilizatorios ancestrales que, aunados al poder que dimana del pueblo (art. 39 constitucional, significativamente escrito antes del homólogo art 1° Constitución de la República de Weimar alemana) me permiten pensar en la evolución de la voluntad general en una auténtica Kosmokratía, que a final de cuentas no es sino la democracia misma, revitalizada como una nueva totalidad vivida desde su fundamento ontológico: muchas maneras de ser, y una República, una pluralidad que gira vitalmente en la unidad. ¿No es cierto que en nuestro país conviven pacíficamente todas las ideas del mundo? ¿No somos por comprobación histórica un arca de civilizaciones? De esa manera, el problema de la condición humana respecto a su identidad, no solamente computa en cero, sino que empuja al mexicano del siglo XXI, mestizo por destino, a la vanguardia por responder a la definición del uso de la ratio frente un mundo convulso y a una comunidad internacional desacoplada del sentimiento de cooperación estratégica.

Miguel Cabrera

«En todo proceso de acontecimientos tan complejos como éste, los factores económicos y sociales no pueden dejar de obrar a su modo. Pero, en el fondo, la crisis era espiritual; es decir: significaba o suponía un cambio en la reacción total de la mente humana ante el mundo circundante. Y si de veras queremos entenderlo, tenemos que bajar a un nivel más hondo y dinámico, donde la motivación es menos lógica y menos consciente. Pensamos al decir esto en algo como lo que se ha llamado en nuestros días “el miedo a la libertad”; o sea, el encogimiento inconsciente del individuo ante el grave peso de la deliberación personal que la concepción racional del mundo le echa encima.

Cuando ya han operado los ácidos del racionalismo clásico sobre la fábrica heredada de costumbres y de creencias, cuando ya Alejandro el Grande ha roto las barreras que separaban entre sí a los Estados-Ciudades de la Grecia clásica, y todavía los sumerge en el vasto mundo antes desconocido, los hombres se encuentran de pronto tan libres como desamparados, mucho más que en las generaciones anteriores, y ante una naturaleza mucho más enérgica y vasta. Cada uno es dueño y señor de escoger su propia filosofía, donde ahora hay tantas, o de escoger sus propios bienes; cada uno es libre de vivir a su gusto en los ensanchados límites del orbe, de abrirse su vida según sus medios materiales; libre de ser él mismo, y libre hasta sentirse solo ante el vértigo de las realidades exteriores. Y aquí está el peligro, en lo mismo que parece un tesoro.

En efecto, las mayores dificultades del hombre comienzan cuando le es dable ya hacer cuanto le place. Yo creo que los griegos de la era post-clásica descubrieron esta incómoda verdad. Todavía durante unas cuantas generaciones les será posible vivir encarados con su propia libertad intelectual. Luego darán la media vuelta, horrorizados ante la audaz perspectiva. Los obstáculos eran semejantes a los de nuestros días; la escapatoria estaba en negar la realidad de la libertad.

De aquí el recurso a la astrología: era preferible el rígido determinismo de los babilonios al peso terrible de la diaria responsabilidad. De aquí también la popularidad que alcanzó la noción cíclica de la historia: ya todo ha sucedido antes, todo volverá a suceder igual mañana y pasado mañana, por el tiempo infinito. El progreso era una ilusión. El mañana ya había caducado antes de amanecer. La gente de temperamento más crítico buscó refugio en el escepticismo: si nada es cierto, la elección racional resulta imposible, y la responsabilidad desaparece. Otros predicaron las virtudes de la vida sencilla; pues entonces, como hoy, se podía escapar a los problemáticos resultados de la cultura urbana portándose como si ella no existiera. Otros, por último, buscaron el alivio en la deliberada aceptación de la autoridad, y esta fue la solución que prevaleció a fin de cuentas (¿no ha hablado Rémy de Gourmont de la aceptación y la obediencia como una “senda de terciopelo”?). Para este propósito, los dioses de la antigua ciudad ya no eran adecuados. Aún sobrevivían, cierto, pero su autoridad había caído con las instituciones políticas y sociales de que ellos habían sido parte.

Y aquí vemos hasta qué punto el desconcierto de entonces es comparable al de nuestros días, y cómo ambos han dado origen al mismo síntoma: la adulación de las masas a los reyes y a los dictadores. El culto helenístico y romano al gobernante era sin duda, en parte, un recurso político; pero sólo pudo ser dable acudir a semejante recurso porque las masas necesitaban un auxiliar mágico. Cuando los antiguos dioses abandonaron sus tronos, los tronos vacíos estaban pidiendo sucesores y, con algo de buena fortuna, cualquier bribón podía adueñarse del sitio. A los reyes esto les era singularmente fácil, puesto que la mayoría de los hombres tiende a identificar a los reyes con los padres de modo inconsciente. Pero los reyes no eran los únicos auxiliares mágicos a la vista. Conforme maduraron o empeoraron los tiempos y la especulación religiosa fue cuajando en dogma, los grandes pensadores de antaño —un Pitágoras, un Platón, hasta un Epicuro— vinieron a ser considerados como los poseedores privilegiados de alguna virtud sobrehumana, videncia o poder superiores a toda crítica racional. También Aldous Huxley nos habla por ahí de sabios que, “por haber modificado su modo de ser meramente humano, son capaces de un conocimiento más que humano”.»

Alfonso Reyes, La Afición de Grecia, Editorial del Colegio Nacional, 1960 pp. 24-6.

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